Entrevista: Patricia Campelo
Ganar un coche en una rifa le cambió la vida. Eran los años 50, en Moctezuma (México) y, por entonces, Samantha Flores (1932) respiraba en el cuerpo de un joven procedente de una familia humilde del pueblo de Orizaba. Un año antes estudió comercio en la ciudad de México, pero sus padres no pudieron costearle más la estancia. «Regresé a casa y no me quedó más remedio que ponerme a trabajar», explica al otro lado del teléfono, a siete horas de diferencia, esta activista por los derechos de las personas LGTBI.
Un día, el sorteo ganado de un vehículo quebró su rutina. «Lo vendí y me fui a Los Ángeles [California] a estudiar administración de hoteles», detalla esta mujer que, a sus 86 años, llega Rivas desde México el viernes 26 de octubre para participar en la sesión Diversa: cortos para personas mayores (11.00, Casa de Asociaciones) en el marco del LesGaiCineMad.
Con el currículo académico ampliado se instaló en la capital mexicana, donde reside desde 1957; comenzó a trabajar en el ámbito del turismo y su vida entró en una espiral ascendente de tranquilidad laboral.
«En aquella época sólo hablaban inglés los hijos de las familias adineradas, que los mandaban a Estados Unidos a estudiar. Pero en mi caso, fue un logro conseguir esos trabajos siendo hija de un obrero», relata orgullosa.
Eran tiempos de auge del turismo norteamericano en el país, y a Samantha no le faltó ocupación. Además, al tratar con gente extranjera que a los pocos días se marchaba, asegura que no sintió el maltrato que sí asfixiaba a otras personas LGTBI de su generación.
Ella en cambio, cuando hace balance de su vida, destaca recuerdos de una infancia cubierta de afectos. «Tuve la suerte de tener una mamá y un papá que en lugar de ignorarme me protegieron; se esmeraron en mi educación para que tuviera más oportunidades. También estudié piano. A la calle le tenía miedo, pero mi casa era un refugio de amor».
De su adolescencia también preserva buenas imágenes, algunas gracias a su primer novio, un «culturista» que, según anota, «llegó a participar en las olimpiadas de Helsinki», y con el que se sentía protegida.
A los 16 años comenzó la Preparatoria (bachillerato) y eligió de forma consciente sus amistades para protegerse. «Así que realmente no sufrí bullying [acoso escolar] físico ni de palabra. Yo misma me lo proporcionaba por los complejos«, confiesa.
Esta activista que acaba de abrir en la ciudad de México una casa de día para personas mayores recibe a menudo la pregunta de su periplo hasta adquirir la imagen femenina que proyecta. Y no deja de sorprenderle este interrogante. «Todo el mundo me habla de transición y yo ni sé lo que es eso. Nunca tuve una transición porque nunca pensé en ser Samantha Flores; fueron las circunstancias, y todo surgió de una broma». Según explica, fueron las noches festivas las que alumbraron al personaje, primero, y a la persona, después.
«Un día me invitaron, junto a un grupo de amigos, a una fiesta en la que había que vestirse de mujeres. Nos moríamos de risa imaginándolo y pensando de dónde sacaríamos la ropa, pero al final aceptamos», cuenta.
Camino al guateque, en Querétaro, a cuatro horas de coche en los años 60, fueron pensando qué nombres femeninos usarían. Ella escogió el de la canción de su compositor favorito, Cole Porter, ‘I love you, Samantha’ (1956), escrita para el film ‘Alta sociedad’. «Acababan de estrenar en México la película. A Tracy, que era el personaje que interpretaba Grace Kelly, la llamaban también Samantha, y me pareció maravilloso que esa muchacha tuviera dos nombres», aclara sobre su elección.
Así nació Samantha, una noche de disfraces. Y este origen la acompañó algunos años más, antes de que ese traje de artificio se le tatuara a la piel para no volver a quitárselo. «Después de aquella fiesta, regresamos a casa y ni volvimos a acordarnos. Pero un año después nos invitaron a otra, y decidimos volver a vestiros de mujeres. Fue muy divertido. Y lo volvimos a hacer, de fiesta en fiesta, con amigos de mucha confianza». Poco a poco, Samantha comprobó que esas ropas femeninas le reducían «el complejo gay» que siempre le acompañaba.
«Me sentía más a gusto, más bonita. Los muchachos se me acercaban con más tranquilidad. Me di cuenta que socialmente era más aceptada, y psicológicamente me sentía mejor». De la mano de amistades del cine, teatro y televisión, «eran gente más abierta», la nueva Samantha comenzó a frecuentar «cócteles, cafés y estrenos», y su trabajó se orientó al área de las relaciones públicas. Ya nunca más volvió a respirar por aquel chico de Orizaba.
UN HOGAR PARA LA GENTE
Curtida en el mundo del voluntariado [ayudó durante 23 años a la infancia con VIH], alguien le planteó embarcarse en alguna acción social por el colectivo LGTBI veterano. Y ella pergeñó la idea de crear un centro de día, gratuito, con el objetivo de construir una red de apoyo entre estas personas.
Tras cinco años de trabajo, de llamadas en vano a todas las puertas, charlas, entrevistas y recaudación de los fondos [reunió 19.000 euros por crowfunding], la casa abrió sus puertas el pasado mayo, y lo hizo para todas las personas. «Hemos sido discriminados toda la vida, así que no vamos a discriminar ahora a nadie. Aquí llega gente joven; heterosexuales. Todos son bien recibidos«, apunta. L
a casa ofrece un servicio gratuito de psicología. «Quiero ayudar a la gente que no tiene ni un euro. Que sepan que hay un lugar en México donde convivir».
Samantha Flores sostiene esta iniciativa con la asociación Laetus Vitae [vida alegre], con la que se puede colaborar en la web: vidaalegre.org.
LESGAINEMAD
26, 27 y 28 de octubre. Programación, aquí.