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Matilde García Orejas, la primera boticaria de Rivas

Comenzó en el Casco Antiguo y ahora bordea la jubilación en la farmacia del centro comercial Santa Mónica, desde donde repasa recuerdos de décadas despachando salud.

Matilde García Orejas, la primera boticaria de Rivas
Matilde García Orejas, la primera farmacéutica de Rivas LUIS GARCÍA CRAUS

Se había licenciado apenas unos meses antes y removió obstáculos, empeñándose “hasta las orejas” y solicitando créditos “al 18% de interés”, para adquirir una pequeña farmacia en un barrio de Móstoles. Allí dio sus primeros pasos en el oficio, durante algo más de un año, hasta que la casualidad colocó la ciudad ripense en su camino. Un amigo le habló de un pequeño pueblo a las afueras de Madrid que prometía una gran expansión: “Ese lugar de la carretera de Valencia donde olía tan mal”, según se lo describían.

Pero a Matilde García Orejas (Madrid, 1955) no le desalentó la idea de emprender en un lugar apartado. Vendió su primera farmacia, pagó deudas y aterrizó en la plaza de la Libertad del hoy conocido como Casco Antiguo. Era septiembre de 1982 y el médico Eduardo, el ATS Fernando y un pequeño botiquín eran los únicos recursos sanitarios para las cerca de 700 personas que residían entre esas calles y plazas que habían sido inauguradas 23 años atrás.

“Empecé de forma muy rudimentaria, con poquitas cosas en un local que fue antes un bar”, recuerda Matilde. Así, con unas estanterías y pocos muebles comenzó la historia farmacéutica del municipio.

“Me pareció raro pero divertido. El médico era encantador y me acogió con mucho cariño. La gente del pueblo nunca había tenido farmacia, así que estaban contentos. Me sentí arropada”, se sincera sobre las emociones que la envolvieron en aquellos comienzos en que los días parecían transcurrir con lentitud. “No había mucho trabajo, y me dedicaba a dar clases a las vecinas y a ponerlas a dieta”, apunta sobre un contexto en el que el índice de analfabetismo, en una población que provenía de entornos rurales, era elevado. “Me sorprendió que hubiera tanta gente que no sabía leer ni escribir”.

Aquellas rutinas que iban de la botica a las clases se completaban con las visitas médicas a las fincas del entorno agrícola. Matilde se confiesa una “médica frustrada”, pero esa parte de su vida pudo satisfacerla de alguna manera ayudando al médico en sus rondas a los núcleos habitados más alejados. Las personas que aún residían en las fincas de El Porcal y de El Piul recibían al facultativo y a la farmacéutica cada tarde, y el poblado de las emisoras de Radio Nacional de España, en la carretera a Chinchón, los viernes. “Gracias a eso aprendí mucha patología y diagnóstico”, agradece.

De aquellos años recuerda también la boticaria los paseos desde la plaza de la Libertad hasta la carretera de Valencia, cargada con una cesta, para recoger las medicinas que le traían desde el almacén. “La ruta seguía hasta Arganda y no les interesaba desviarse hasta el pueblo, así que nos las dejaban ahí”, explica.

A LA CONQUISTA DEL OESTE

En octubre de 1982, un mes después de la llegada de Matilde, se inauguraba de forma oficial la urbanización Pablo Iglesias, y la farmacéutica pionera puso un ojo en esta nueva zona urbana que acogería a un millar de familias, algunas de ellas, ya instaladas de forma muy precaria desde el verano. Pero aún pasaron unos cinco años antes de dar el paso e iniciar los trámites para solicitar establecimiento farmacéutico al oeste del municipio.

Antes de abrir a primeros de los años 90 la farmacia en la plaza Federico García Lorca, barrio de Covibar, colaboró de forma estrecha con la doctora Rosa en el sencillo consultorio instalado en un piso de la plaza Antonio Machado. “Como aún no tenían farmacia allí, yo recogía las recetas de quienes lo necesitaban y por las tardes volvía con las medicinas. Aquí se había venido a vivir gente a pisos sin agua y sin luz porque no tenían otra opción. Algunas familias carecían de coche y no había transporte. Así les ayudaba, era una colaboración”, concreta Matilde.

De aquellos años conserva la boticaria anécdotas como la del día que llegó al consultorio y se encontró a un vecino infartado. “No había taxis y no llegaba la ambulancia, así que lo metimos en mi coche y lo llevamos a La Paz. Pensaba que se moría, pero salió adelante”, rememora. Y en clave, esta vez, de humor, rescata de su memoria a aquel ‘abuelo’ del Casco que acostumbraba a solicitarle “una caja para hacer el amor” cuando requería paracetamol. O el vecino que le pidió unos “paracaídas” y ella no sabía que se refería a preservativos.

Tras los años en el Casco y las colaboraciones en el consultorio, Matilde abrió su establecimiento en Covibar, pero durante el traslado, otra farmacia solicitó instalarse en la zona y el expediente de Matilde quedó paralizado. Tras casi una década de proceso tuvo que marcharse, y se ubicó en el centro comercial Santa Mónica, donde aún sigue a pie de mostrador, y desde donde desgrana pedazos de su vida en el oeste ripense. “Como estábamos las dos farmacias en Covibar las guardias se alternaban. Así que instalé una ducha para vivir allí la semana que me tocaba la guardia”, describe sobre una rutina no exenta de equilibrios. “Mi hija iba al colegio en Guzmán el Bueno [Madrid], así que una amiga la llevaba hasta Colón y allí un taxista la trasladaba al colegio. Yo llamaba cada mañana para comprobar que había llegado bien”.

Por las tardes, Matilde se permitía un descanso para ir a recoger a su niña. Un ajetreo rutinario en el que se fraguó Sandra, hoy de 36 años, y también farmacéutica: “No entiendo cómo ha querido trabajar en una farmacia después de aquello”, sonríe la madre. Pero su otra hija, Blanca, de 25 años, también ha seguido sus pasos, por lo que esta boticaria, primera en la profesión dentro su familia, admite que es algo que “se mama por dentro”.

LA FARMACIA DEL MUNDO

Recién llegada de Perú en el momento de la entrevista, a primeros del pasado febrero, la veterana vecina aficionada a los viajes confiesa que toma fotografías de las farmacias de los países que visita. Entre las rarezas halladas, los elevados precios de las cadenas en países como Perú o Chile, los puestos de medicina tradicional china o las mantas sobre las que se colocan cajas de medicamentos en los mercados de la India, al lado de las carnes o el pescado.

Ahora, a sus 64 años y ante la pregunta de cuándo ha pensado el retiro laboral, se muestra dubitativa: “Cuando me lo pueda permitir, no lo tengo claro porque así estoy muy bien. Tengo clientes de la época del pueblo que son amigos. Me ha compensado estudiar esta carrera. Es llegar aquí cada día y ser feliz”, sintetiza sobre lo que ha sido y es una vida en la botica.

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