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Sueños de altos vuelos: drones hechos en Rivas

Andrés Pérez sueña con diseñar y explotar aeronaves no tripuladas comerciales. De momento, ha ganado el premio local de innovación.

Sueños de altos vuelos: drones hechos en Rivas

Reportaje: Pau Llop.

Podemos correr y nadar, pero no volar, y eso ha marcado a la humanidad. Desde Ícaro hasta Neil Armstrong, pasando por los hermanos Wright, hemos tratado de dominar el medio aéreo y hoy, «con apenas 300 euros», cualquiera puede volar un aparato y ver en tiempo real lo mismo que el griego de la leyenda. Pero sin el peligro de que el sol nos derrita las alas: «Al fin y al cabo, los particulares no pueden volar drones más allá de los 120 metros de altura».

Quien nos aporta estos detalles es Andrés Pérez Perea, un emprendedor ripense con un sueño que, al igual que el de Dédalo, el padre de Ícaro, tiene alas. O hélices. Andrés, de 39 años, quiere diseñar sus propios drones y luego venderlos o prestar servicio con ellos. De momento este sueño se materializa en algunos prototipos que nos muestra en su casa, un piso en el barrio de La Luna.

Tres aparatos descansan sobre la superficie de la mesa del salón. A ojos de cualquier novato podrían parecer juguetes o, quizá, los caprichos que un aeromodelista nos enseña con la misma tierna pasión que lo haría un fan de los trenes eléctricos a escala. Pero están equipados con GPS, pueden transmitir por la red 4G y albergar en su seno «casi cualquier tipo de sensor: detectores ópticos infrarrojos, de calor; medidores de composición del aire, etc».

Con una correcta programación de su software y estos sensores, un artilugio que no pesa más de dos kilos se convierte en un cerebro volador capacitado para registrar un volumen de datos físicos y reales abrumador. Y en este bien entrado siglo XXI todos los expertos están de acuerdo en que los datos son la materia prima más valiosa.

«La idea me ronda desde hace más de dos años», explica Andrés, y sigue: «Ya el año pasado vi en la web del Ayuntamiento la convocatoria del concurso de Innovación y este decidí no dejarla pasar». Se refiere a la tercera edición del Concurso de Ideas Innovadoras organizado por la fundación de la empresa 3M -ubicada en Rivas desde 1959- y el Consistorio. Andrés se presentó y quedó finalista, junto a una propuesta para una app sobre la Batalla del Jarama y otra que consistía en desarrollar un cámping ecosostenible en Rivas.

El sueño de Andrés ganó, y la euforia del momento y los 8.000 euros del premio -«los invertiré en el proyecto»- han logrado un curioso efecto: elevan más alto la ilusión de Andrés y al mismo tiempo aterrizan la idea de este ripense procedente de Carabanchel, haciéndola todavía más viable empresarialmente.

Andrés tiene dos hijos, de 5 y 8 años. «Van al Hipatia, ya ves, ahí enfrente». Y su dedo señala hacia el colegio, a escasos metros de su vivienda. Mientras ellos están en la escuela, Andrés programa sus drones y diseña sus futuras «plataformas». «Las hay de tres tipos: las multirrotoras, con varias hélices, el ‘típico’ dron; las de ala rotatoria, los helicópteros; y las de ala fija, que son como los aviones pero en pequeño».

Cada uno de ellos es más adecuado para una función diferente: «Los primeros son buenos para inspección, y por ende, para la producción audiovisual, aunque se usan para casi todo lo que le permita su limitada autonomía; los helicópteros son buenos en seguridad, se utilizan poco porque son más complejos pero van en auge; y los de ala fija son especialmente buenos en agricultura de precisión y fotogrametría, que es la composición de planos a través de la fotografía aérea».

Esto es algo que este innovador del Barrio de la Luna conoce bien. Como casi todos los emprendedores, Andrés trabajó antes por cuenta ajena. «Estuve diez años en una empresa constructora, encargado del departamento de estudios».

De formación original en ingeniería topográfica, la fotogrametría era una de las diferentes técnicas habituales en sus quehaceres profesionales, pero hace ya dos años que fue despedido junto con otros compañeros. Una víctima más entre cientos de miles de la burbuja inmobiliaria, aunque en su caso, la afición que hoy levanta el vuelo como su más inmediato futuro profesional empezó a cultivarla antes del crack definitivo con su anterior empleo: «En 2015 me saqué el título de RPA (Remotely Piloted Aircraft), antes de terminar mi anterior trabajo».

Lo hizo en el SENASA, una empresa pública del Ministerio de Fomento, que es la misma que forma a los futuros controladores aéreos. «Se trata de un curso que casi cualquiera puede hacer. Fue una semana de teoría y dos días de prácticas. Me costó unos 1.400 euros y, aparte de eso, sólo se requiere tener en vigor el certificado médico de clase 2», que es el mismo que se les pide a los pilotos privados.

Pero no paró ahí, y de hecho, tras quedar en paro e imponerse unos meses de reflexión «en los que decidí que no podía ir a la desesperada a por el siguiente empleo, sino pensar en qué era realmente bueno y qué quería hacer con mi vida profesional», decidió seguir formándose e hizo un curso de CATIA -un software de ingeniería con el que se diseñan desde los drones más pequeños a los aviones de pasajeros- y, «ya que iba a emprender», ni corto ni perezoso también empezó un MBA, que prevé finalizar antes de que acabe este año.

De ser cierto que la suerte y el éxito llegan allí donde la pasión y el esfuerzo habitan, Andrés tiene bastantes papeletas porque, aparte de todo lo anterior, también finalizó un máster en UAVs (Unmanned Aerial Vehicle) por el Instituto Español de Tecnología. Tanto RPA como UAV son terminologías técnicas válidas para referirse al popular ‘dron’.

Tecnología: democratización o masificación

Tanta formación y experiencia contrastan con la realidad de una sociedad tecnologizada, donde las personas de toda condición, experiencias vitales y formación se esfuerzan por no quedarse sin plaza en el tren de un progreso tecnológico que circula cada vez a mayor velocidad.

El filósofo Zygmut Bauman (1925-2017) explicaba que, en la actual modernidad líquida, el único valor es la necesidad de hacerse con una identidad flexible y versátil que haga frente a las distintas mutaciones que la persona ha de enfrentar a lo largo de su vida. Para lograrlo, usamos tecnologías que apenas años antes estaban reservadas a científicos civiles o militares. Lo hacemos, generalmente, a partir de una formación socializante y muy rápida en la que los valores morales o éticos no han tenido a menudo cabida debido a la rapidez de aquél tren que nadie quiere perder. Construimos y deconstruimos nuestra identidad a diario con estas tecnologías, resbalamos miles de veces el dedo por una pantalla táctil como quien conduce un patinete cuando lo que tenemos entre manos es un cazabombardero último modelo.

«Todo empezó con los smartphones», asevera Andrés. Es obvio que sin la invención de Internet, con la primera piedra del protocolo TCP/IP de Vinton Cerf y Robert E. Kahn en los ya lejanos años 70, no habría nada. Pero tampoco lo habría sin la previa domesticación industrial de la electricidad, y ya puestos, en la ulterior invención de la rueda. El hecho determinante fue combinar diferentes tecnologías y poner por encima una interfaz humano-máquina extremadamente sencilla para gobernar un sistema extremadamente complejo.

«Una vez hecho eso, lo demás vino en cascada». Y es que en el mundo de los drones, ha sido el smartphone el que ha permitido que esta tecnología haya pasado en pocos años de ser utilizada con gran secretismo y complejidad técnica por las potencias militares a ser manejada con alegre soltura por decenas de miles de personas en todos los países del mundo. Sólo hay que hacer una simple búsqueda en Youtube para ver la infinidad de vídeos grabados a través de un UAV. Con un smartphone se puede dirigir el aparato y ver en tiempo real lo que el dron ve.

Esta democratización o masificiación de la tecnología dron -el o la lectora escogerá mejor que yo el nombre- llega hasta puntos que hace apenas un lustro nos parecerían histriónicos. «Tengo amigos que prestan servicios audiovisuales con drones a los que les han pedido sobrevolar casi a ras de cabeza a los invitados a una boda para tener un vídeo del evento más ‘rompedor'», ejemplariza Andrés.

«Obviamente mi amigo rechazó el encargo por motivos de seguridad». Lo curioso de este caso, como nos cuenta este emprendedor, es que «no hubiera sido ilegal volar un UAV dentro de la iglesia atestada de gente con el permiso del párroco, en cambio sí lo hubiera sido hacerlo a la salida, al aire libre, con muchos menos obstáculos». El motivo es que el espacio aéreo sobre el que se aplica la normativa no incluye el espacio aéreo interior de los edificios, y en el caso de la iglesia la autoridad al respecto parece claro que no tiene aspecto funcionarial.

Este redactor presenció, no hace mucho y acompañado de su hijo de 2 años, cómo unos jóvenes volaban un dron en la explanada del reloj solar horizontal del Parque Asturias, en Rivas. Fue unos días después de que pasaran por la ciudad los Reyes Magos de Oriente.

El UAV en cuestión era prácticamente igual a una de las tres plataformas que nos muestra Andrés en su casa, un motorrotor de cuatro hélices. Ciertamente, mi primera reacción al verlo fue llamar a mi hijo para que se acercara a mí, para poder protegerlo en caso de que el aparato se acercara demasiado o le fuera a caer encima. Mi mente calculaba la trayectoria del dron, y lo hacía con miedo. Estamos acostumbrados a ver pasar aviones, que además de volar mucho más alto, tienen una trayectoria muy predecible y lineal. O a los helicópteros, que aunque dibujan trayectorias más inesperadas, son grandes y muy ruidosos. Aquél dron apenas se escuchaba y su camino aéreo parecía el trazo que dibuja un niño de la edad del mío: imprevisible, cambiante, duro.

La gente cree que un dron se puede manejar muy sencillamente, como un videojuego, a través de la emisora de radiocontrol o del propio móvil. «Y sí, es cierto, no es más difícil que conducir otros aparatos, pero si una moto se te rompe, te quedas parado, pero el dron cae a plomo, y te aseguro que si cae, cae, y por muy buen piloto que seas, no lo vas a poder evitar», advierte Andrés, que añade: «las hélices cortan una barbaridad, y suelen ser de fibra de carbono, un compuesto que nuestro cuerpo no asimila: un corte con una de estas hélices y, si se te queda un resto dentro, tu cuerpo no lo expulsará: lo encapsulará ahí para siempre».

Y aquí es cuando llegamos a la duda normativa, algo frecuente en una época en la que la tecnología (y nuestro alocado afán por no perder ningún tren) avanza a una velocidad muy superior a la que son capaces de seguir nuestros legisladores y legisladoras.

Una normativa en constante evolución

Actualmente, en nuestro país se establece una importantísima línea roja en el peso de los drones a la hora de legislar su uso: hasta los 25 kg no se requiere la inscripción en el registro de aeronaves ni disponer de un certificado de aeronavegabilidad.

«Estos aparatos suelen tener una autonomía de unos 20 o 25 minutos y un radio de acción de 500 metros, alcanzando velocidades de hasta 40 km/h», explica Andrés para el caso de los multirrotores. Los de ‘ala fija’ (de forma más parecida a un avión tradicional) «alcanzan autonomías de hasta una hora, con radios de acción entre los 40 y los 80 kilómetros, dependiendo de la potencia de su enlace de radio».

Las normas en el uso civil de los drones se regulan en el Real Decreto 552/2014, que se completa con el régimen general de la Ley 48/1960, de 21 de julio, sobre Navegación Aérea.

Esta normativa actual está en fase de constante estudio y ya existen borradores en la web del Ministerio de Fomento que apuntan a importantes cambios. No obstante, con la norma actual en la mano, sí es imprescindible contar con un carnet de piloto como el que obtuvo Andrés en el SENASA para los drones comerciales de hasta 25 kg y se mantiene la prohibición de sobrevolar núcleos urbanos o espacios con una alta masificación de gente sin el consentimiento especial por parte de la Agencia Española de Seguridad Aérea (AESA).

Además del peso, la legislación tiene muy en cuenta el uso que se va a hacer del aparato, si es meramente recreativo o si es profesional o comercial. En el primer caso, no podemos volar más alto de 120 metros ni perder nunca contacto visual directo con la aeronave; no se puede volar en zonas urbanas o donde haya aglomeraciones de personas (parques, playas, conciertos, bodas, manifestaciones, etc.); no se pueden volar de noche ni tampoco a menos de 8 km de cualquier instalación aeroportuaria.

En el caso de los vuelos profesionales o con fines comerciales, el operador debe estar registrado ante la AESA, contar con un seguro civil específico para aeronaves, tener el carnet de piloto y el certificado médico clase 2 en vigor. En cualquier caso, tampoco pueden sobrevolar zonas urbanas, ni aglomeraciones humanas, ni de noche, ni cerca de los aeropuertos. Y ojo, porque las multas por incumplir estas normas pueden ascender hasta los 225.000 euros en el caso de los usuarios recreativos y de los 4,5 millones de euros para los profesionales.

Como decíamos más arriba, la legislación que sobrevuela a los drones está constantemente en revisión por dos motivos fundamentales: porque es una tecnología que cambia en sí misma y en cómo es asimilada por la sociedad, y porque se busca una alineación paulatina con otros países y leyes a fin de buscar una convergencia como mínimo europea y, a largo plazo, global, como ocurre con la navegación aérea tradicional.

Actualmente, el borrador de nuevo Real Decreto que maneja el Ministerio de Fomento, y que vendría a sustituir al 552/2014 aún vigente, promete el vuelo en zonas urbanas más allá del alcance visual, permitiría el vuelo nocturno e incluso volar en espacios aéreos controlados, pero manteniendo todavía el límite de 8 km respecto a cualquier zona aeroportuaria. No obstante, todo esto aún está en el aire.

El cielo abierto

Mientras avanzan las leyes, el mercado de los drones movió 6.000 millones de dólares a nivel mundial en 2016. No es una cifra pequeña para un fenómeno tan novedoso, pero es cuasi liliputiense si la comparamos con los 21.230 millones de dólares (casi 20.000 millones de euros) que se espera que facture el sector a nivel global dentro de cinco años, en 2022, según un informe que ha publicado recientemente la consultora Research and Markets. En España existen 1.830 operadores comerciales registrados ante la AESA, la mayoría de los cuales (42%) tienen menos de tres años de antigüedad y son una pequeña o mediana empresa (54,2%) con entre 2 y 5 empleados (45,8%), aunque casi cuatro de cada diez de estas empresas tienen un único empleado. La mayoría de todas estas compañías factura todavía menos de 25.000 euros al año y se dedica a grabar vídeos aéreos o al puro ocio (45,8%). No obstante, las posibles líneas de negocio por explotar son casi infinitas. Por ejemplo, Barcelona se plantea utilizar drones para la inspección de su inmenso sistema de alcantarillado a partir de 2018.

Viendo el potencial crecimiento del mercado, las innumerables líneas de negocio que hoy ni siquiera imaginamos y lo frágil de la competencia todavía en nuestro país, Andrés tiene clara su apuesta: «Tenemos que diseñar y producir, no solo dar servicios audiovisuales o de ocio».

Andrés no se plantea su emprendimiento como una mera explotación de tecnologías ajenas, sino que prevé diseñar y ensamblar sus propios drones, crear industria. Aquí, en Rivas. «Seguramente empezaremos dos o tres socios y con plataformas de bajo peso primero», explica con aire sensato, pero pronto le brillan los ojos: «Aunque ya tenemos planes para desarrollar plataformas propias de hasta 700 Kg. que servirán, fundamentalmente, a las administraciones públicas, en misiones como la vigilancia costera, por ejemplo».

De momento, para Rivas, Andrés lo tiene claro: «Aquí tenemos problemas serios de medio ambiente, con vertidos ilegales, quemas incontroladas y una calidad del aire constantemente en entredicho». Sus drones podrían ser los ojos de Rivas en el aire y permitir a las administraciones competentes actuar con mayor eficiencia y eficacia.

En cualquier caso, si el éxito finalmente visita, como decíamos, a los que se preparan para recibirle, quizá nuestra ciudad cuente mañana con una industria aeronáutica propia y con drones ‘made in Rivas’ volando en cualquier parte del país. O del mundo.

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