Salva pasea abrazado a una foto aérea antigua que trae de su casa. No le ha quitado ni el marco. Carmina se aferra a su bolso enorme, del que saca una minúscula imagen en sepia. Antonia afronta el sol con su gorra verde como la vegetación salvaje que devuelve sombras. Y Marcelina y Josefa escudriñan todo desde sus sillas de ruedas, a escasos centímetros la una de la otra, conteniendo la emoción. Hay quien expresa con lágrimas su nostalgia. Y quien se derrama en palabras, como las del grito de Asun reafirmando una realidad que parecía imposible pero que se estaba dando aquella mañana del pasado 11 de mayo, bajo los primeros calores sofocantes de la primavera: “¡Estamos en El Porcal!”.
Más de 30 años después de que se marcharan las últimas familias, esta antigua finca agrícola en desuso, hoy propiedad de una empresa extractora de áridos, volvió a abrir sus puertas a quienes la habitaron el pasado siglo. Una visita fraguada desde las aulas del Centro de Educación de Personas Adultas (CEPA), cuyo director, Julián González, y la profesora Josefina Aguilera, idearon una serie de entrevistas para rescatar la memoria oral del municipio, y pensaron que regresar a El Porcal situaba el mejor escenario posible para compartir esas vivencias.
Así, a eso de las 10.00 de la mañana del día de la visita los nervios se acumulan en la acera de la calle de San Isidro, donde el grupo espera a subirse a los vehículos habilitados para el traslado. Llega el momento. María Luisa Martínez Vera, hija de la maestra, junto a Agustín García, primer conductor de La Veloz, y a su mujer María Cruz Arrarás, en primera línea de asientos, asienten al preguntarles sobre lo especial de la jornada. “Ha pasado mucho tiempo”, susurra María Luisa.
El rugido del motor de la furgoneta municipal inaugura este viaje en el tiempo. Entre salida y meta, solo tres kilómetros y algunos años: los 83 de Adela Castilla y Carmina Rojas, los 90 de Marcelina Lara Valero, los 65 de Salva Rodríguez o los 59 de Luis Altares. Son solo algunas de las personas que aquella mañana estaban a escasos minutos de regresar a su infancia y juventud en El Porcal. Y en ese transcurso, se remueven también los recuerdos, como los del tren de la remolacha del que recogían agua caliente y carbonilla para los braseros. “Nos la daba el maquinista. Le sobraba”, apunta Agustín. “El maquinista se casó con una amiga mía”, remata Carmina.
El Porcal llegó a comprender 450 hectáreas para cultivos regadas por agua del río Jarama
Tras la llegada y recepción, comienza el itinerario a pie por los senderos a los que asoman las viviendas, hoy desvencijados esqueletos golpeados por el paso del tiempo que reciben las embelesadas miradas de sus anteriores ocupantes. Paso a paso, de la memoria brotan las anécdotas. Y de los ojos se escapan emociones transformadas en sollozos. Apenas diminutas gotas azucaradas sobre la seca tierra por la que un día corría el agua de las acequias y que hoy pervive rodeada de las lagunas artificiales, fruto de la extracción de áridos por parte de la última empresa que compró los terrenos.
La metamorfosis del paisaje provoca por momentos dificultades para que sus ex habitantes reconozcan lo que antes eran las vastas extensiones de regadíos. “Este camino no lo conozco; había chopos por todas partes”, expresa María Luisa Martínez Vera, hija de la maestra que trabajó en la finca hasta su traslado al primer Grupo Escolar del hoy conocido como Casco Antiguo, Mercedes Vera, en 1959. Se refiere al acceso principal, un sendero de gravilla, tierra y piedras que desemboca en la conocida como calle de la Rana, la avenida que unía los dos núcleos principales del asentamiento: el administrativo, con la Casa del Árbol, y el residencial, separados por un kilómetro.
HILERAS DE DESVENCIJADAS VIVIENDAS
Al atravesar esta antigua vía, el grupo se detiene junto a las primeras viviendas. “Si paso por la mía, la reconoceré”, advertía Antonia, nerviosa. “Cuando me casé nos fuimos a vivir al Palomar, otra zona, con un patio lleno de casas”, aclara esta vecina de 80 años sobre la mayor estructura residencial, cerca de 1.000 metros cuadrados que compartían 24 viviendas, hoy, desaparecida tras derribarla la empresa que compró la finca para la extracción minera.
En la calle de la Rana emergen de entre la espesura las casas sin puertas y con las rejas de las ventanas a caballo entre el verde original y óxido del paso del tiempo. Flanquean el camino los restos de estos hogares que contaban con dos habitaciones, y poco más de 50 metros cuadrados, que preceden a las casas “de la escalera”, donde vivieron las hermanas Marcelina y Josefa Lara. Ambas posan delante de su hogar familiar, hoy pertrechado por más de metro y medio de vegetación abrupta. Vivían en la parte de arriba. Josefa se casó en la capilla de la finca, y celebró el convite en el patio de la cantina, que, junto al establo, eran los lugares habituales para estas celebraciones. Marcelina fue de las últimas en abandonar el caserío.
La Ley de Desamortización de Pascual Madoz posibilitó que pasase a manos privadas, en 1868, y cambiara su aprovechamiento a tareas agrícolas
La decadencia arquitectónica contrasta con el espectacular paisaje que dibujan los acuíferos, rodeados de un follaje que en esta época del año pierde el verdor para dar paso al ocre seco del estío. Las lagunas artificiales son hoy un humedal cuya conservación, dentro del Parque Regional del Sureste, se realiza mediante un convenio entre el grupo naturalista Naumanni, la Comunidad de Madrid y la actual empresa propietaria del suelo, Cementos Portland Valderrivas. Esta compañía, la última en adquirir el terreno, restauró el entorno natural tras la explotación minera de grava por debajo del nivel freático, desarrollada entre 1981 y 2008, actividad que provocó las lagunas artificiales.
Antes, en 1969, compró la superficie la compañía Cindasa para explotación de monocultivo. Y ya en 1981, Aripresa (hoy, Portland Valderrivas), para extraer áridos que se destinaban a materiales de construcción, labor que realizó de manera paulatina, mientras algunas familias seguían residiendo en el asentamiento, con actividad agrícola menor, hasta 1993. La finca, privada, es hoy espacio protegido y reserva de la biosfera de la región, con más de 180 especies de animales.
UNA FINCA-CIUDAD DESTRUIDA POR LA GUERRA
El Porcal formó parte del conjunto de fincas que integraban el municipio tras la unión de dos poblaciones, Vaciamadrid y Rivas del Jarama, en una sola: Rivas Vaciamadrid, en 1845. Antes de ese año, esta superficie tenía la consideración de soto o predio rústico municipal. La Ley de Desamortización de Pascual Madoz posibilitó que pasase a manos privadas, en 1868, y cambiara su aprovechamiento a tareas agrícolas. Se canalizó el terreno con el agua del río Jarama, y la explotación agraria y ganadera se intensificó a partir de 1914. Entre ese año y 1969, el latifundio experimentó su esplendor en sus 450 hectáreas de regadío. Con escuela, ultramarinos, consultorio médico, capilla, establo o granja avícola.
Fueron años de bonanza solo interrumpidos por el paréntesis de la Guerra Civil, de 1936 a 1939, cuyas líneas del frente se ubicaron en el terreno y lo arrasaron todo. La batalla del Jarama se libró en la zona, y El Porcal fue evacuado. Pocas personas pueden dar ya testimonio de aquellos años. En la visita del pasado 11 de mayo, la memoria de quienes allí volvieron no transitó ese camino. La mayoría, por razón de edad, se detuvo en los episodios amables. En las jornadas de cosecha, en las fiestas o en los partidos de fútbol. “Aquí venía invitado a jugar el Atleti porque teníamos un equipo muy bueno”, contó Salva Rodríguez.
Durante la Guerra Civil, se ubicaron en la finca las líneas del frente, y la población fue evacuada
Poco queda hoy de aquellas heridas de guerra, pues la reconstrucción recuperó el poblado, con algunas pérdidas permanentes como la Casa de la Perla, ya solo conservada en fotografías. Sin embargo, quienes atravesaron aquellos episodios dejaron constancia de los mismos. Algunos ya no están para seguir contándolo. Como Agustín Sánchez Millán, cronista no oficial de la ciudad, natural de El Porcal y autor de la investigación histórica ‘Rivas Vaciamadrid: mi pueblo’. Nacido en 1925, fue uno de los evacuados aquel febrero de 1937. En su última entrevista con ‘Rivas al Día’, ocho meses antes de fallecer, regresó sobre sus recuerdos de los días más duros: “Teníamos los combates a un kilómetro. Cuando salimos por la carretera, por la parte de las canteras, veía la artillería republicana y la de Franco. Los obuses caían y volaban los caballos y los hombres. Eso no se te olvida”.
Esta brecha sobre la tierra cambió las rutinas de trabajo y el jolgorio de los ratos de asueto por un silencio que solo interrumpía la metralla. Hasta el momento, habitaban la finca 70 familias que se marcharon con poca información y aún menos enseres. “Al ver lo cerca que caían las bombas tuvimos que irnos casi con lo puesto. Tampoco sabíamos muchas cosas y creímos que todo esto iba a durar poco y volveríamos pronto. Así que cerramos la puerta y ahí quedó todo”, contó para esta revista otro de los habitantes más veteranos de El Porcal, nacido en el latifundio en 1930, y amigo de Agustín: Faustino Díaz Esteban, fallecido en 2022.
Al regresar, terminada la contienda, encontraron una tierra arrasada. Viviendas destruidas y minas en los surcos que antes proporcionaban alimentos. Un primo de Faustino murió trabajando en las tareas de desminado mientras indicaba a los artificieros dónde estaban colocadas. “Había muchas casas sin tejado, ventanas ni puertas de madera, que las quemaron para calentarse. Todo estaba destrozado. De valor no teníamos nada, pero desaparecieron las mantas y demás ropa de cama”, detalló Faustino en una entrevista por el 80 aniversario de la batalla del Jarama, en 2017.
CANTINA Y CARTILLAS DE RACIONAMIENTO
El Porcal volvió a florecer de sus cenizas. Esta generación de habitantes que lo visitó el pasado mayo nació a partir de la posguerra y experimentó los efectos de la escasez y la represión, pero atenuados por la abundancia de la tierra fértil que les abrigaba. De esos años felices, los últimos, las mejores embajadoras son Carmina y Adela. Dos amigas, nacidas en este poblado en 1941 y 1942, que regresaron preparadas como si volvieran a la fiesta de San Isidro más de cinco décadas atrás. Chisporroteantes, parlanchinas, inquietas y bellas. Por momentos caminan agarradas para salvar los retos del irregular sendero, salpicado de piedras, arena y fragmentos arquitectónicos ruinosos. Pero nada las detiene. “¿Tú has visto Falcon Crest? Pues así era esta finca, pero con frutales y todo sembrado”, sintetiza Adela. “Ahí estaba el bar, aquí la mercería. No faltaba de nada. Hemos sido los más felices del mundo”, abunda con mirada acuosa.
El Porcal vivió su esplendor y clausura en la segunda mitad del siglo XX. Los ricos cultivos dieron paso a la explotación minera
Tras doblar la calle principal, rebasar las antiguas oficinas y seguir hacia el viejo edificio de la cantina, Carmina saca de su bolso una pequeña fotografía, en sepia, en la que salen las dos amigas, vestidas de fiesta y apoyadas en un pedrusco delante de una vivienda. “Esa piedra estaba por aquí, a ver si la encontramos”, indica, y el grupo se afana en buscar la localización original, tratando de imaginar las fachadas originales de las viviendas, hoy escondidas tras la maleza.
“Aquí es”, exclama, apenas dos metros delante. Y ajenas a la transformación del paisaje, ambas amigas vuelven a posar ante el fotógrafo. En el mismo lugar. En la misma posición. La imagen original fue tomada, probablemente, a finales de los años 50, durante un 15 de mayo. “Ese día era festivo y estrenábamos traje cada año”, informa Carmina. Ambas aseguran recordar el momento como si fuera ayer. “Había un fotógrafo que venía con una de esas cámaras grandes. Solo en fiestas, y nos hacíamos todas las fotos que podíamos. Luego las traía otro día y se las pagábamos”, explica Adela.
El Porcal contaba con un club deportivo en el que despuntaba su equipo de fútbol. «Aquí venía a jugar de invitado el Atlético», explica Salva
En el conjunto de recuerdos de cada habitante de El Porcal guarda un lugar destacado la cantina, nombrada con frecuencia, tal vez, por su relación directa con los momentos ociosos de las inercias labriegas. El dueño del abastecimiento era Luis Rojas Noriega, el padre de Carmina. Y a ella, al llegar al umbral de la entrada, le empieza a temblar la voz.
“Desde ahí se accedía al patio grande, donde se celebraban las bodas. Por ahí estaba la trastienda, y en esa urna se colocaban los trofeos del equipo de fútbol”, señala. Desde el exterior se observan los restos que han resistido los embates del tiempo: el armazón de una vieja radio, botellas de la Revoltosa o vinos Castejón, azulejos… Y en la entrada, una pequeña cartulina cubierta de polvo, con el nombre del tendero, que provoca sorpresa y lágrimas en Carmina: “Es la tarjeta de mi padre”.
Este lugar, epicentro de la actividad lúdica y gastronómica, pues era tienda de comestibles y bar, se encargó también durante la posguerra de las cartillas de racionamiento, y proporcionaba una ración extra de pan a sus trabajadores. En los años 50, Carmina se ponía al frente del picú, un tocadiscos, durante el baile de los domingos, al que acudían chicas y chicos, e ideó un sistema para avisar a su hermana mayor si su padre salía de la trastienda. “Giraba más el disco para que hiciera un ruido y así mi hermana al oírlo sabía que estaba mi padre y ella dejaba de hablar con Antonio”.
“Nuestras raíces están en esta tierra”, resume Asun García
Hasta la cantina acudían trabajadores de los latifundios cercanos, como Pajares, la Conejera, de la granja avícola o del poblado de las emisoras de Radio Nacional. “Aquí venían a parar todos los sueldos. Había de todo, bacalao, lentejas, harina, judías, garbanzos…”, enumera Adela. Ambas amigas continúan el camino tejiendo recuerdos. Como el del guindo con mesas debajo, donde don Ángel, uno de los directores de la finca, recibía a las visitas. O el fin de la cosecha cuando permitían que niños y niñas entraran a rebuscar los restos. Incluso un asalto al huerto por debajo de la alambrera que rasgó el vestido de Carmina, y que cosió después una de sus tías, cómplice, para que su madre no se diera cuenta de la pillería. Y el río. Las aguas del Jarama, que circundaba la tierra, eran la piscina natural de las chicas y chicos, -la artificial era el abrevadero del establo- y proporcionaban pesca al asentamiento.
Según datos del libro de Agustín Sánchez Millán, estos terrenos acogían cerca de 500 habitantes a finales de los años 50
Las caceras –canales- de regadío desembocaban en este afluente del Tajo, desde un malecón que provocaba una cascada. “Cuando se terminaba por las tardes de regar, se echaba lo que sobraba por un caz al río”, aclara Toribio Lara, otro de los veteranos del latifundio. En esa zona de la cascada identifica Salva los fortines hundidos de la Guerra Civil.
En El Porcal, además de las familias colonas, acudían jornaleros de poblaciones cercanas y temporeros para la recolección, como el grupo de gallegos en épocas de siega de trigo y cebada, labor que realizaban manualmente, o de Murcia para los frutales. Según datos del libro de Agustín Sánchez Millán, estos terrenos acogían cerca de 500 habitantes a finales de los años 50, momento en el que se inaugura el nuevo pueblo de Rivas Vaciamadrid, el 23 de julio de 1959, al otro lado de la carretera de Valencia, y la explotación agraria comienza a perder población.
El éxodo del caserío al nuevo pueblo se produjo a lo largo de más de dos décadas. Las parejas jóvenes que se casaban fueron las primeras en dejar la vida agrícola e instalarse en las nuevas viviendas del hoy conocido como Casco Antiguo. Fue el caso de Salva Rodríguez o Luis Altares, ambos, trabajadores municipales. “Mi padre era el contable de don Ángel. Dominaba los números, era muy inteligente. Llegó a ser concejal de la primera corporación. Iba cada mes a Madrid con su cartera al banco y volvía en el autobús con todo el dinero de las nóminas”, relata Salva, quien dejó El Porcal tras casarse, en 1979. Por su parte, Luis se marchó en 1983, y sus padres, de los últimos, diez años después, cuando “ya no quedaba nada”.
Ambos fueron alumnos de la maestra María Luisa Llorente, la última que ejerció en el poblado, y la primera de la zona oeste por donde se ensanchó el municipio. El Porcal tuvo escuela desde 1933. Primero en la Casa del Árbol, a la entrada, después, en una de las viviendas de planta baja.
EL REENCUENTRO DE LA PROFESORA Y SU ALUMNADO
Delante de la escuela se reencontraron, más de cuatro décadas después, maestra y alumnos durante la visita. “¿Cuántas veces has hecho este camino, María Luisa?”, le espeta Luis. Ella, ataviada con un sombrero, camina explicando que en aquel salón con chimenea dio clases durante 16 años, de 1968 a 1982, y comenzó de una forma atropellada, según cuenta: “Yo soy de Soria, y me llamó un día una amiga diciéndome que no podía tomar posesión, que me habían quitado la plaza”. Viajó a Madrid en un suspiro y se fue a hablar con el dueño de la finca, quien le confirmó que la plaza era suya. Del poblado, María Luisa pasó a La Escuela, donde se jubiló en 2008.
María Luisa, la última maestra de El Porcal, que dio clase de 1968 a 1982, se reencontró con su alumnado en la visita a la finca
Hoy, El Porcal continúa siendo una finca privada, dentro de un paraje natural protegido, que ha experimentado grandes transformaciones y que sus gestores solo permiten ya visitas organizadas desde la óptica medioambiental, como las que celebra cada mes el centro municipal Chico Mendes, con excepción de la desarrollada gracias a la iniciativa del CEPA. Pero sobre todo, este trozo de tierra que dio origen a la ciudad que hoy conocemos es un crisol de muchas historias. Las de las personas que lo habitaron, que lo trabajaron y donde imprimieron la identidad de pueblo que luego saltó al otro lado de la carretera, al asentamiento que desencadenó el desarrollo urbanístico moderno.
Muchas de ellas han podido regresar. Otras, como Agustín y Faustino, no llegaron a tiempo. Y algunas, como Felipa, de 101 años, se tuvieron que quedar en casa por imposibilidad física. Pero esta vecina centenaria del Casco Antiguo entregó a su amiga Asun García un mensaje: “Tráeme un ladrillo de mi casa”. Una petición que se explica desde el profundo apego a esta tierra que hoy devuelve anécdotas amables. “El pueblo de Rivas Vaciamadrid nos encanta. Yo he nacido allí. Pero es todo un privilegio haber venido con ellos, con la primera generación. Nuestras raíces están en esta finca”, resume Asun, hija de Agustín y María Cruz.
Y mientras la visita encara la recta final y las miradas se quedan clavadas al paisaje, desafiando el calor y el cansancio, el grupo se resiste a afrontar el regreso a la ciudad. Marcelina, desde su silla apura y pregunta si puede entrar a su casa, y a su hermana Josefa se le escapa un lacónico suspiro: “Veré todo esto por última vez”.•
Una visita que acabará en un libro
El regreso a El porcal por parte de sus ex habitantes ha sido posible por iniciativa del responsable del CEPA, Julián González, y de la profesora Josefina Aguilera. En origen, pretendían entrevistar a personas mayores de Rivas para el taller de radio y dejar así testimonio oral de su memoria, “no solo de la finca, sino de la época histórica que vivieron”, explica Aguilera.
Durante una visita medioambiental a El Porcal, las guías les hablaron del antiguo poblado, y allí les asaltó la idea de realizar las entrevistas en la localización original y, además, plasmarlo todo en una publicación. “Será un libro más humano y emotivo que técnico en el que recogeremos todas las vivencias”, concreta la docente, cuyo alumnado acudió a la jornada del pasado 11 de mayo con idea de entrevistar a cada mayor, pero la gran afluencia de participación y la carga emotiva del momento dificultó el trabajo. Aguilera, además, trabaja desde el método Freinet, una experiencia educativa que aplicaba el cuerpo docente de la República y que coloca al alumnado como protagonista de su propio aprendizaje. El resultado se registrará en el Archivo Municipal, con el nombre de cada participante, pues “al final todos formamos parte de la historia”, concluye.