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Una historia de vida, una historia de ciudad

La vecina Pilar Burcio visitó el oeste de Rivas por primera vez en 1985 y sintió que era su sitio.

Una historia de vida, una historia de ciudad
Pilar Burcio en la entrada del centro de mayores El Parque, el pasado diciembre de 2021. P.C.C.

Un anuncio en el periódico le cambió la vida. Pilar Burcio Rodríguez (Jarandilla de la Vera, 1954), hoy vecina de Covibar y usuaria del centro de mayores El Parque, no había oído hablar nunca del nombre de esta ciudad cuando aquella tarde de 1985, su marido, Lorenzo, llegó con la publicidad de unos chalets que se iban a construir “en un pueblo que se llama Rivas Vaciamadrid o algo así”.

Por entonces, Pilar vivía con él y con sus hijos pequeños en Madrid, en la zona del hospital 12 de Octubre, donde habían fijado su residencia tras casarse. Pero las calles del cercano barrio de Usera habían sido el escenario de su infancia y juventud, donde había crecido feliz entre cines, guateques y el club de la iglesia con el que organizaban la vida cultural y festiva. Y a esta extremeña que emigró a la capital con 4 años su nueva vivienda no le convencía. “Vivimos una etapa muy bonita, allí nació mi hija y mi hijo pero yo no me encontraba, no lo veía mío”, cuenta a ‘Rivas al Día’ una mañana de principios de diciembre desde el aula de cerámica del centro de mayores.

Por ese motivo, Pilar y Lorenzo comenzaron a recorrer la periferia madrileña buscando su hogar ideal: con terreno, grande, una sola planta, cerca de la naturaleza y a la vez de Madrid. Hoy sería como pedir la luna pero en el Madrid de los 80, a la sombra de la gran urbe, se abría paso una vida tranquila y asequible para las clases medias en los pueblos del primer cinturón exterior metropolitano. Rivas entre ellos.

Seguimos en 1985. Pilar y Lorenzo recalan por vez primera en la zona oeste ripense y observan la ciudad embrionaria, que por entonces contaba con 4.303 habitantes. En un acto de fe, confiaron en lo que les prometían las proyecciones futuras de la constructora. Pero ese chalet en Junkal, 3 lo valía. “Había mucha construcción pero estaba todo muy desangelado. Nos enseñaron los planos y nos hablaron de lo que iba a ser Rivas. Dijeron que vendría el metro y pensamos ‘se han pasado, lo hacen por vender’. Jamás creímos que ahí pudiera llegar”, recuerda Pilar.
El acceso a esta parte de la ciudad, además, no era sencillo: “La carretera de Valencia era de un solo carril de ida y vuelta, y para entrar había que desviarse y esperar a que no pasara ningún coche para cruzar rápido, un peligro”.

Según relata, su padre, en otra de las visitas les alertó, “pero dónde vais, si aquí no sale ni la hierba” por el aspecto del terreno alrededor de la casa que, según recuerda la ripense, era “todo tierra de secano, blanquecina, con mucho yeso”. “Era un desierto. Pero Lorenzo decía, ‘esto con dos camiones de tierra buena y arena se cambia’. Y así fue”.
La casa reunía todos los requisitos que buscaban. “Pensamos en apostar por ello, y ya veríamos si nos equivocábamos”, anota sobre lo que fue “el mayor acierto” de sus vidas.

COLONA DEL ‘LEJANO OESTE’
Tras más de dos años de obras, la familia se mudó a la casa de Junkal en 1988, y llegaron las nuevas rutinas, amistades y experiencias, muchas de ellas, alrededor de un colegio: Los Almendros. Este era el centro escolar más cercano al domicilio, y Cristina y Javier estudiaron allí. Su madre, Pilar, pronto abrazó los asuntos del cole. Participó en la APA [antes se llamaban asociaciones de padres de alumnos, hoy, ampas, tras incluir ‘madres’] y organizó con sus amigas las asociaciones culturales y deportivas. Con estas iniciativas ofrecían a toda la infancia ripense, no solo a la de Los Almendros, actividades vespertinas. Danza, inglés, sevillanas, gimnasia rítmica, kárate o fútbol. “Teníamos cientos de alumnos, contratábamos a los profes, comprábamos el material y hacíamos unas fiestas tremendas”, relata esta ripense pionera.

Cuando Cristina y Javier se hicieron mayores, Pilar buscó trabajo. En aquel tiempo, una monitora de comedor de Los Almendros dejó una vacante, y el centro se la ofreció pero a ella no le seducía. “Me pidieron el favor al menos hasta encontrar a alguien. Me convencieron, y entré para unos meses que se convirtieron en 30 años. Los Almendros ha sido mi segunda casa”.

Lo que empezó entre aquellas paredes del comedor acabó en todo un trabajo de coordinación de actividades. En el horario de la comida, de 13.00 a 15.00, había espacio para el juego, y Pilar dinamizaba talleres infantiles, concursos de baile y canto, campeonato de fútbol, de bolos… “Esa actividad me enganchó, y con el tiempo me quedé como coordinadora para organizar todos esos eventos”, explica. Otra de sus iniciativas fue la acogida temprana para favorecer la conciliación laboral. “Fuimos el primer colegio en hacerlo. Empezamos con 13 niños y llegamos a ciento y pico”.

La pasión y responsabilidad con la que Pilar ejerció tantos años obtuvieron una emotiva recompensa en 2018. La comunidad escolar la distinguió con el Premio al Compromiso Educativo Profesor Julio Pérez, categoría de personal no docente. “No lo esperaba. Estaba hablando con mi hermana y no me enteré cuando dijeron mi nombre. Luego pegué un grito. Fue un orgullo. Al año siguiente, el Ayuntamiento hizo un acto de reconocimiento y [el alcalde] Pedro del Cura me dio una placa. Me hizo mucha ilusión, hay que decirlo todo”.

En esta trayectoria vital, Pilar reconoce que también “hubo momentos malos”. Lorenzo falleció en 2012 y el trabajo y, sobre todo, unos generosos abrazos infantiles contribuyeron a la recuperación. “Fui un día para ver qué tal me encontraba. Y esos abrazos de los niños… Igual no decían nada pero venían y me abrazaban con un sentimiento… Aquello me levantó”.

Tras el tiempo más triste, Pilar se recompuso y comenzó a escenificar la despedida del hogar de su vida. “Tardé siete años en irme de la casa pero ya no podía seguir. En 2019 me cambié y pensé ‘vamos a empezar nueva vida’. Y me vine a Covibar”.

Recién jubilada, empezó a indagar en su nuevo barrio y llegó al centro de mayores El Parque. Se apuntó a la actividad preparatoria del carnaval y comenzó en el Consejo Rector. Pero llegó la pandemia y lo trastocó todo.

Hoy, la ripense ha recuperado cierta normalidad. Sigue con su grupo diseñando disfraces, actividad que combina con baile en línea, dibujo y deporte. “Estos centros, para muchas personas de esta edad que no tienen a nadie, son la vida. Imagina lo supuso su cierre durante la pandemia”, anota Pilar que, tras la entrevista, sale del aula y otro usuario le pide ayuda con los adornos de Navidad. “Ahora, Florentino”, le responde la vecina cuya vida adulta se ha desarrollado en paralelo al crecimiento de la ciudad, una evolución vital y urbana que han ido de la mano, entrelazándose en el tiempo y observándose. Así, Pilar encontró aquí su sitio. O tal vez fue Rivas quien la encontró a ella.

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