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Isabel Rodríguez: de la cueva al Casco

A los nueve años se trasladó con su familia a una de las viviendas de la Rivas reconstruida tras la guerra civil. Fueron, dice, los primeros en llegar al Casco Antiguo.

Isabel Rodríguez: de la cueva al Casco

Texto: Carmen González Foto: Jesús Pérez

Reportaje disponible en la revista Rivas al día

Amanece en el casco antiguo ripense y sus calles dan los buenos días a una mujer pequeña y vivaracha que, desde las seis de la mañana, trabaja en los servicios de limpieza municipales. Se llama Isabel Rodríguez Roldán, nació en una cueva el 11 de marzo de 1949 y su familia fue una de las primeras en habitar la Rivas reconstruida tras la guerra civil.

«Como entonces no había médicos ni nada, mi madre me tuvo en la cueva y allí me criaron hasta que me vine aquí (a Rivas) cuando tenía nueve años», nos cuenta en la biblioteca del casco, donde trabaja hasta la una del mediodía. Fue en 1958 cuando dejó las cuevas de la Presa del Rey, a orillas del Jarama, para instalarse en las primeras viviendas de una ciudad que reconstruía con escuadra y cartabón la Dirección General de Regiones Devastadas tras quedar arrasada durante la guerra civil. «Estuvimos 16 días solos hasta que empezaron a llegar otras familias», evoca Isabel, que considera por eso que ella y su familia fueron «los primeros habitantes» de la nueva Rivas.

«Como entonces no había médicos, mi madre me tuvo en una cueva. Allí me crié hasta que con nueve años me trajeron al Casco»

«No teníamos luz, no teníamos agua, estaban las calles sin asfaltar, las casas y la iglesia con los andamios, las zanjas abiertas para meter el alcantarillado y teníamos que bajar a coger agua al tren o al río Jarama. Estuvimos un año sin colegio mi sobrino y yo, y en ese tiempo nos dio clases el señor Juan, el guardagujas. Mucha gente de aquí aprendió a leer y a escribir con él», relata esta ripense que tiene tres hijos de 30, 27 y 22 años.

Recuerda que en los primeros tiempos de la nueva Rivas, que se inauguró oficialmente el 23 de julio de 1959, había que ir a Arganda para hacer la compra y el médico sólo llegaba un día a la semana a pasar consulta. «Al principio no había árboles ni nada. Lo que es ahora el parque era tierra de siembra, igual que detrás de las casas nuestras, que era a donde íbamos a hacer pis porque no teníamos váter ni nada. Luego se empezaron a poner árboles», explica.

La memoria de Isabel es precisa cuando se remonta a sus nueve años de vida en las cuevas. «Entrabas y había como un comedor, con una chimenea muy grande a mano izquierda que mi padre siempre tenía encendida. En Navidades echaba un tronco muy grande con un montón de paja y entonces teníamos lumbre para dos o tres o días. A la izquierda había otro dormitorio y al fondo otro», detalla. Somieres, colchones, sábanas, un banco de madera tallado por su padre a modo de sofá, una mesa con una docena de sillas, los armarios para poder meter los cacharros… «Y poco más, lo lógico», relata.

CAL Y FUEGO

«Mi madre y mi hermana la blanqueaban todos los años con cal, todo, paredes y suelo. Estaba muy limpita. Teníamos una puerta dividida en dos. En el verano se dejaba abierta la trampilla de arriba y entonces nos entraba la luz por la mañana. En invierno mi madre nos la dejaba abierta para que se ventilara y luego la cerraba aunque no hacía falta porque siempre teníamos la chimenea encendida. No pasábamos frío», rememora esta ripense que lleva 19 años trabajando en Rivamadrid.

A principios de los 50, «había que ir a Arganda para hacer la compra y el médico sólo pasaba consulta una vez a la semana»

Eran tiempos en que cada tarea doméstica requería horas y se estudiaba a la luz de un candil. «Para lavar, si era verano, cruzábamos con mi madre el río con la tabla, con el barreño, con la ropa. Y cuando era invierno, se lavaba en un patio de El Porcal«, una de las fincas de terratenientes que se extendían por la zona y donde laboraban trabajadores llegados a veces de otras regiones.

Allí fue también Isabel al colegio. «No faltábamos casi nunca. Nos tenía que cruzar mi madre a mi sobrino y a mí en la bicicleta. Llevábamos la comida y estábamos de nueve a cinco», explica. Chicos y chicas estaban juntos en El Porcal. «Nos daban leche por la mañana y pan con queso por la tarde». En el colegio del pueblo, «sólo leche» y «estábamos separados chicos y chicas».

FUSILADO POR LA GUERRA

La vida entonces venía cargada de «calamidades» aunque Isabel se siente afortunada porque en su familia nunca faltó de comer. «Cultivábamos una tierra en arriendo donde sembrábamos patatas y verduras». Nunca le contaron cómo llegó su padre a las cuevas pero sí sabe que ya estaba allí durante la guerra civil.

«Mi madre se quedó viuda en la guerra, a su marido lo metieron en la cárcel y a los tres años lo fusilaron. Era de izquierdas y lo mató Franco cuando terminó la guerra. Entonces mi madre se quedó con cuatro chiquillos sola. Se juntó con mi padre y al cabo del tiempo se casaron y me tuvieron a mí, que soy del segundo matrimonio».

Mientras vivió su hermano, que llevaba la tierra, de vez en cuando ella se acercaba hasta la cueva «aunque no pasábamos adentro, me daba miedo por si había bichos». Pero las visitas se acabaron desde que un peñón hundiese la gruta y dejase a Isabel cargada de recuerdos y nostalgia.

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