Un sonido atronador irrumpió en la madrugada del pasado 24 de febrero en la bella ciudad ucraniana de Dnipro, la cuarta más poblada del país, ubicada en la zona oriental y atravesada por el río Dniéper. Aquel estruendo despertó a Nadiia, economista financiera de 42 años. Eran las cinco de la mañana. La somnolencia le hizo dudar unos instantes. Pero no había margen para el error. Era el rugido de las bombas, como aquellas que cayeron en 2014 en el Dombás, cuando Rusia se anexionó la península de Crimea, un episodio que sufrió de cerca. “Recordé la pesadilla que atravesamos entonces. Escribí a mi amiga Svetlana y le comenté que no había duda. Estaban bombardeando”, relata Nadiia ya a salvo, junto a su hijo Nikita, de 17 años, desde el salón de casa de Gonzalo Bueno y Esther Casero, la familia ripense que les ha acogido.
Este hogar de la calle Magnolia es el desinteresado refugio en el que madre e hijo comienzan a recomponerse. Los primeros pasos, trámites médicos y administrativos. Nikita, que utiliza gafas, había encargado lentes nuevas en Dnipro, pero la guerra hizo saltar por los aires sus rutinas, y ya no le dio tiempo a recogerlas. Llegó con unas monturas vacías sobre su mirada. Además, sus dientes lucen una ortodoncia de esas que requieren revisiones frecuentes. Ambas necesidades fueron resueltas gracias a otros padres del colegio del hijo pequeño de Gonzalo y Esther, un óptico y un dentista que se negaron a cobrar los servicios.
Así, Rivas es la última parada de un viaje que comenzó el pasado 3 de marzo, cuando madre e hijo abandonaron Dnipro dirección Polonia tras cerrar, entre lágrimas, una única maleta con su documentación más importante, medicinas, un par de mudas y algo de comida y agua. Nada más. “Llegamos a la estación y no había billetes disponibles ni forma de conseguirlos. Todos los trenes iban llenos. Solo cabía esperar y saltar sin billete cuando se pudiera”, describe ella.
“No había duda. Era el sonido de las bombas. Estaban bombardeando”, recuerda Nadiia sobre la primera noche
Tras 24 horas de espera lograron subirse a un tren entre la marea de gente que abarrotaba la estación. Tal era el caos que, cuando Nadiia logró acceder al pasillo de un vagón en el que solo había madres con niños de hasta 5 años, se dio la vuelta y Nikita no estaba. Tras vivir los 15 minutos más angustiosos de su vida, encontró a su hijo en otro vagón. Ya juntos, siguieron el viaje en un compartimento de cuatro plazas en el que se hacinaban 16 personas. “Al baño sólo podíamos ir por el día, ya que por la noche también se usaba ese espacio para dormir. Y cuando llegábamos a las estaciones, como el tren no paraba porque iba lleno, teníamos que cerrar las ventanas y colocar delante los colchones porque desde fuera nos tiraban piedras”, relata.
Ya en Polonia, se dirigieron a casa de una amiga de su cuñada, con la que también viajaban. En un apartamento con dos habitaciones se concentraron cuatro familias. La primera semana tras la ocupación, Polonia ya recibía un millón y medio de refugiados, y no había un solo lugar disponible.
Esta historia se sitúa ahora en el 4 de marzo y, antes de seguir, se explica la carambola que ha conducido a Nadiia y a Nikita hasta el hogar ripense: Gonzalo Bueno, con 16 años, se fue a estudiar a Estados Unidos. Allí convivió con una familia con la que aún hoy mantienen lazos estrechos. Uno de los hijos de esa familia se casó con una mujer ucraniana, Svetlana, la mejor amiga de Nadiia. Cuando Rusia comienza la ocupación de Ucrania y se desencadena la guerra, la pareja ripense contacta con Svetlana, que reside en Los Ángeles, para saber si pueden ayudar a algún familiar suyo. Ella les habló de Nadiia y así se cruzaron sus caminos.
Svetlana, que traduce la entrevista por videollamada desde Los Ángeles, compró los billetes de avión que les trajeron de Polonia a Madrid
La propia Svetlana, que por videollamada traduce durante la entrevista, compró los billetes de avión y, el 14 de marzo, madre e hijo aterrizaron en Madrid, exhaustos pero felices de sentirse seguros.
“Al día siguiente descansaron y empezamos a conocernos”, detalla Gonzalo, quien también expresa inmensa felicidad por tenerles en Rivas. “Tradúcele esto, Svetlana, ellos nos dan muchísimo más de lo que nosotros podamos ofrecerles, de verdad”, le pide a su amiga.
UNA NUEVA VIDA
Ahora, para ambas familias, ripense y ucraniana, comienza una nueva etapa vital cimentada en la convivencia y en la solidaridad. “Son nuestros invitados, y como tales les tratamos”. Con los seres queridos que se han quedado bajo las bombas tratan de mantener la comunicación. El padre de Nikita y marido de Nadiia permanece en Dnipro. Con formación militar, está luchando en su ciudad que atraviesa, ahora mismo, un periodo más tranquilo. “Lanzaron cuatro ataques y destruyeron el aeropuerto. Pero Dnipro no es Kiev o Mariúpol. Al menos de momento”, explica Svetlana.
Madre e hijo siguen de cerca las noticias que llegan de Ucrania. “Cada diez minutos estamos viendo dónde han caído bombas o dónde ha habido muertos”, confiesa Nadiia. Y Gonzalo añade que un día tuvieron que apagar la tele mientras comían porque rompieron a llorar. “Y desde entonces no la hemos vuelto a encender en la comida. Ahora hablamos más, pese a la barrera del idioma”, apostilla Esther.
Entre lágrimas, cerraron una única maleta con algo de medicinas, comida, agua y un par de mudas
Además de las obligaciones administrativas y médicas, sus primeros días en Rivas han dejado ya una visita al Madrid de los Austrias, un partido de fútbol o una comida familiar. Cuando se les pregunta qué necesitan con más urgencia, Nadiia lo tiene claro: aprender el idioma y trabajar. “Siempre ha trabajado y le cuesta mucho estar sin nada, hasta se ofrece a no cobrar”, anota Gonzalo. El adolescente tiene más claro aún su necesidad: “Transport”, se apresura de decir en inglés. Nikita sigue sus estudios, ahora, por Zoom. El profesorado de su escuela en Dnipro no ha dejado ni un día de dar las clases a distancia y desde donde pueden. “Se levanta a las siete de la mañana cada día y se pone a estudiar y a hacer deberes”, indica Gonzalo.
El año que viene, comienza en la universidad en Polonia, país por el que pasan los planes de la familia ucraniana. Pero Nadiia quiere volver. Allí se han quedado sus padres y hermanos. Ella huyó por su hijo, pero su decisión más difícil fue salir dejando allí a su madre, mayor y enferma. “No paraba de llorar y llorar porque no la quería dejar”, señala Svetlana. “No sabe si la volverá a ver”.
Con todo, la conversación se ve trufada por muchas palabras de agradecimiento. Nadiia insiste en agradecer a la “dulce familia” de Gonzalo y Esther lo que han hecho por ellos, y espera que esta traumática experiencia, el viaje más difícil, “no vuelva a pasar nunca más, en ningún país ni a nadie. Nunca más”.