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Gente de Rivas: la memoria de Julia Bañuelos

Pasaba de los 90 años y aún conducía su coche. Hace dos años  falleció una mujer adelantada a su tiempo, ciudadana del mundo y con un carisma que dejaba huella.

Gente de Rivas: la memoria de Julia Bañuelos

Texto: Patricia Campelo

«En la vida hay que aprovechar hasta el último traguito». Ésta era la filosofía vital de una mujer carismática, culta, amante del arte y de las tardes de café y charla rodeada de amistades.

Julia Bañuelos Gobantes (La Rioja 1920 ¿ Madrid 2014), vecina de Rivas en sus últimos años, fue dueña de una vitalidad con la que rompió los esquemas de quienes pretendían, el pasado siglo, reducir a las mujeres a los confines de sus hogares. Julia viajó por los continentes americano y europeo, estudió, trabajó de profesora de francés en Tánger y como vendedora de productos cosméticos en Venezuela.

Hija de un militar republicano, permaneció cerca de dos años recluida en campos de concentración en Francia, tras huir con su familia de la Guerra Civil y la represión franquista. Fumaba y conducía, y hasta casi su último aliento le pedía a su hija Ana Criales (La Rioja, 1948), artista de grabados, que la llevara a cuantas exposiciones organizaba o participaba. Ahora, es ella quien desde su vivienda en la zona centro de Rivas revive a Julia a través de los muchos momentos que utiliza para dibujar su recuerdo.

De un episodio concreto hablaba a sus dos hijas, Maribel y Ana, desde la tristeza: la época del exilio: «Recordaba esos años como muy duros; aunque en su caso, al ser mi abuelo un militar de grado, tuvieron mejor trato mientras abandonaban España, pero nada les impidió pasar hambre y vivir separados durante años», lamenta.

En 1936, cuando un grupo de militares se rebela contra la República e impone el golpe de estado que originó la Guerra Civil, Julia estudiaba bachillerato en Oviedo. Su familia resistió hasta finales de la contienda, y en 1939 emprende el exilio desde Manresa (Barcelona).

En un momento del periplo, junto a su madre y hermanas debe despedirse de su padre, Miguel Bañuelos. Él es trasladado al campo de Sept Fonts, y ellas a Montceau les Mines. Meses después, las mujeres son enviadas a Argeles sur Mer. Julia tenía 19 años.

Durante este tiempo, su padre se las ideó para ver a su familia: «Mi abuelo se apuntó a un grupo que se encargaba de la limpieza de los campos. Así podía ir donde estaban ellas». Poco después, le perdieron el rastro. Había logrado huir, y se reuniría ocho años después con Julia y el resto de la familia en Venezuela.

Pero mientras, la vida seguía. Y las mujeres regresaron a España. La vitalidad de Julia nunca flaqueó, y en la búsqueda de empleo aprovechó los conocimientos de lengua francesa adquiridos durante el penoso exilio. «Encontró trabajo como profesora de francés para los niños de una familia acomodada que vivía en Tánger», apunta Ana.

Era 1943, y Julia Bañuelos conoció así los últimos años del protectorado español en Marruecos, una época en la que coincidieron en sus calles intelectuales europeos que acudían al norte de África en busca de la vida bohemia. El paisaje cotidiano: lápices y molesquines, cigarros y tardes de aroma a menta mecidas por esa brisa del Atlántico que aún revolotea entre las populares terrazas del café Hafa.

«De aquella época conservó amistades con las que se encontró, tiempo después, en Caracas», señala Ana.

Después de dos años, Julia emprendió un nuevo trabajo y destino: Zaragoza, donde conoció a Isidoro, su marido. Ya era 1945, y ese año Julia obtuvo otro guiño del destino: su padre estaba vivo, y residía exiliado en Venezuela.

De aquella época guarda Ana una fotografía de su madre, en blanco y negro, con vestido en tonos claros y mangas de farol, pelo recogido y labios pintados en un color fuerte, rojo, posiblemente, que esbozan una sonrisa. La imagen, en su tamaño original, cuelga de un pequeño marco redondo a la entrada del salón, y una versión de mayores dimensiones de la misma, y realizada por Ana con la técnica del grabado, domina una de las paredes de la habitación donde dormía Julia. «Me gustaba mucho esa foto, y quería tenerla aquí en grande», sostiene.

Esa estancia de la casa ripense es hoy el taller de Ana. «Tras su muerte, transformé su dormitorio. Me daba mucha pena seguir viendo sus cosas».

LA MALETA SIEMPRE HECHA

A sus 33 años puso rumbo a Caracas para reunirse con su marido, que se había marchado un tiempo antes, y con el resto de familia, incluido su padre Miguel Bañuelos. Desde ese momento, la vida de Julia comienza un vaivén de viajes de ida y vuelta de Venezuela a España. Sus dos hijas también se fueron trasladando hasta que se asentaron en Caracas, donde iniciaron sus estudios superiores, en el caso de Ana, en diseño.

En esos años Julia vertió su expresividad y carisma en la venta de cosméticos. Primero, en la sección de perfumería de una farmacia y, después, en la firma Revlon. «Ganó premios, incluido el de mejor vendedora de Venezuela, tras el cual la fichó la Mercantil Internacional C.A.», concreta Ana.

Con unos ingresos estables y sus hijas mayores, Julia e Isidoro viajaron por Brasil, Colombia, Perú o México. «Con nosotras también viajaron. Recorrimos Estados Unidos y Europa».

Ya en Rivas, donde Ana reside desde 1986, Julia pasó temporadas, momentos que aprovechaba para formarse. Estudió Historia del Arte y Literatura. También era una habitual de las clases de bronce y grabado, donde forjó nuevas amistades. «Entonces ya se le empezaba a notar su cansancio, pero siempre disfrutaba de todo, algo que nos transmitió, su buen humor, alegría contagiosa y el esfuerzo por seguir adelante pese a la adversidad», resume Ana.

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