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Lola Lobo, de niña de la República a escritora

La vecina de 88 años conserva recuerdos de una vida de escasez que han desembocado en una vejez repleta de actividades con las que mantiene su mente lúcida.  

Lola Lobo, de niña de la República a escritora

Texto y fotografía: Patricia Campelo

Lola Lobo (Madrid, 1931) fue durante 15 años una de las ‘abuelas de los coles’, ese grupo que visita centros escolares de Rivas narrando costumbres, juegos y cuentos de su infancia. También ha hecho teatro, colabora en las actividades culturales del municipio, dibuja, escribe poemas y relatos y pasa sus días en el centro de mayores Felipe II.

Vecina ripense desde hace más de 20 años, esta veterana y activa mujer asegura que sigue aprendiendo cada día, ahora de la juventud porque «tienen mucho que enseñarnos», y tras una vida dura y llena de sacrificios disfruta de una vejez plena y activa.

En la sala del taller de pintura del centro municipal para mayores del Casco Antiguo, Lola se adentra en la nostalgia recordando a las personas que jugaron un papel importante en su vida. La primera, su madre, Vicenta. Miembro de una familia numerosa, «éramos diez en casa», su madre invitaba a la mesa a dos niños huérfanos del Puente de Vallecas, donde Lola nació y creció.

«Yo me quejaba porque nos quitaban la comida pero mi madre me decía ‘tú tienes para comer, y ellos no’, y los sentaba con nosotros», recuerda.

LA GUERRA EN MADRID

De los años de guerra destaca esos avisos de bombardeos aéreos, momento en que corrían a la fábrica de ladrillos para resguardarse en sus hornos. En una ocasión, la pequeña Lola se quedó obnubilada mirando al cielo y no se percató que cayó la esquirla de un artefacto al lado de su pie.

Al poco, su madre y hermanas se reunieron con su padre, destinado en el frente de Teruel, y vivieron en un pueblo hasta el final de la contienda. La familia regresó a la capital en un vehículo que llevaba serigrafiada la hoz y el martillo, lo que provocó su detención por un grupo de falangistas. «Nos quitaron el camión pero pudimos seguir hasta Madrid«, apunta sobre un viaje que no emprendió la familia entera: «Uno de mis hermanos murió de difteria».

De nuevo en la ciudad, Lola recibió clases particulares de canto y baile hasta que se agotó el dinero que su madre recabó vendiendo el azúcar que tenía en casa. «En aquella época se pensaba que si eras una niña espabilada y no tenías vergüenza podías ser artista», aclara.

HUÍDA A BARCELONA

Tiempo después llegó el episodio que más ha marcado su vida. Según cuenta, su padre maltrataba a su madre hasta que, harta de las palizas que se extendían también a las hijas, huyó del hogar familiar y se subió a un tren con las seis niñas hasta Barcelona. Era 1945, y que una mujer se separase de su marido se consideraba un delito de abandono del hogar.

«Llegamos y nos pasamos ocho días viviendo en la calle, hasta que construimos una especie de barraca aprovechando como pared un trozo de la valla del ferrocarril y usando maderas y latas de sardinas», anota. Allí resistieron dos años. La madre y las tres mayores trabajaban en las fábricas de alrededor, y las tres pequeñas recogían el pescado que se caía al suelo en la lonja vecina. «Yo tenía 15 años. Trabajaba doce horas al día y dormíamos en el suelo porque no teníamos cama».

Una tía de Vicenta que vivía en Barcelona se había ofrecido inicialmente a recogerlas en su casa, pero cuando llegaron a la ciudad nadie esperaba en el andén. «No se quiso hacer cargo. Y acabó diciéndole a mi padre dónde estábamos».

Así fueron descubiertas y, entre la precariedad extrema y el miedo, Vicenta escogió lo segundo y volvió a Madrid con su marido. «Nosotras no queríamos regresar con nuestro padre pero mi madre dijo que tampoco podíamos vivir en esa especie de casa con una puerta que la tiraban abajo de una patada. Y ya empezaban a rondar hombres que nos seguían y una madrugada llamaron a la puerta. A mi madre le dio mucho miedo y decidió volver al maltrato», relata Lola, esta vez, con la mirada desbordada en lágrimas.

De vuelta en Madrid, trabajó sirviendo en una casa, primero, y después en una fábrica hasta que se casó en 1952. «Tuve una infancia y una juventud muy mala», resume, pero su gesto cambia al volver a 2019 y desgranar su rutina diaria. «Nos recoge un autobús y nos traen al centro. Aquí tenemos de todo, talleres, peluquería, podólogo».

El día de la entrevista, dejó un rato las manualidades para compartir su experiencia vital. Después de la sesión fotográfica, prosiguió. «Ahora comemos y, después, nos vuelven a llevar a casa», apunta satisfecha.

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