Texto: Patricia Campelo.
En el verano de 2017 pasó cuatro veces por quirófano. En una de esas ocasiones, «a vida o muerte», según apunta, sin certezas de salir respirando de la mesa de operaciones. Ahora, tras un año recomponiendo el cuerpo, Faustino Díaz Esteban (El Porcal, 1930) ya pasea por las calles del Casco Antiguo con la soltura que le permiten sus 88 años, acompañado por su amigo Juanjo, quien de alguna manera ha reemplazado en estas saludables rutinas a Agustín Sánchez Millán, cronista no oficial de la ciudad y fallecido en noviembre de 2016.
Estos amigos han llegado a la vejez representando con su cotidianidad la esencia del pueblo que los alumbró, ese lugar donde les pilló la guerra; del que fueron expulsados convertidos en refugiados y al que regresaron para no volver a marcharse. Faustino repite en su discurso el compromiso con su tierra, Vaciamadrid, término al que pertenecía la finca de El Porcal, donde vivió y trabajó hasta que se mudó a la casa del Casco donde reside desde hace casi cinco décadas.
«De niño hacia cosas de poca monta, como espantar a las chovas de los cultivos o llevar agua a las cuadrillas», recuerda sobre una infancia laboriosa.
En las fincas, la tarea principal era la agrícola, un hecho que sirvió a sus habitantes para ahuyentar el hambre en los años más duros de posguerra. «No vivíamos mal, pero sí regular. El hambre pasaba por la calle pero no entraba en casa ya que además del trabajo en el campo teníamos un huertito donde cultivábamos tomates, pimientos¿», señala.
De aquellos años de violencia y necesidades recuerda Faustino algunos episodios «como si estuvieran pasando ahora». Entre ellos, «el ruido de la metralla»; el susto que daba a los niños nombrar a la «guardia mora» de Franco: «Contaban que hacían unas barbaridades¿», o el rugido de los aviones de guerra, la primera vez que muchos veían volar estos artilugios: «Salían de la finca de Conejera, en San Martín de la Vega, y corríamos para verlos bien».
La Batalla del Jarama de la Guerra Civil española (febrero, 1937) se dirimió también en tierras ripenses, y las dos líneas del frente llegaron a instalarse en la finca de El Porcal.
La familia de Faustino huyó con lo puesto y unos colchones hasta La Poveda, dentro de los vagones del tren que transportaba la remolacha a la fábrica azucarera de esta zona. «Nos cayó una manta de agua¿ Imagina cómo llegaron los colchones», apunta. También recuerda el día que volvieron, y el momento en que uno de sus primos murió mientras colaboraba en las tareas de desminado del terreno. «Les indicaba a los artificieros dónde podían estar, y le explotó una», lamenta.
La rutina regresó también a la tierra que le vio nacer y, con ella, el trabajo duro del campo pero también la música del organillo los días de fiesta o los partidos de fútbol. «Así nos entreteníamos. La gente joven ha existido siempre», sonríe.
Testigo de la jornada inaugural del nuevo pueblo de Rivas Vaciamadrid, «fui a fisgar», es de los pocos, tal vez ya el único, que aun puede atestiguar aquel día que comenzó a cambiar la vida de las personas que poblaban las fincas que conformaban el municipio.
DEL TRABAJO AGRÍCOLA AL MUNICIPAL
Con los años, Faustino cambió el tractor del campo por los vehículos del servicio de limpieza del Ayuntamiento de Madrid, donde trabajó 25 años.
Hoy, su día a día pasa por el centro municipal de mayores Felipe II. Allí acude cada mañana y tarde, momentos que alterna con sus paseos. «Si se cae la casa no me pilla dentro», bromea, y reconoce que esa forma de estar activo tal vez sea la clave para llegar bien a sus años. «Yo he hecho de todo en mi vida, aunque siempre con moderación», apostilla.
