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Edgardo, exaviador: la vida en una maleta

Vecino de Covibar, de 88 años, ha sido aviador, director de turismo, alumno jubilado de filología, profesor de refuerzo en Caracas o chófer en New Jersey.

Edgardo, exaviador: la vida en una maleta

Texto: Patricia Campelo

Cuando Edgardo Federico Barros Sanguinetti (Salto, Uruguay, 1927) era niño, las únicas imágenes que tenía de maravillas como el Coliseo romano o el Partenón griego eran las que le ofrecían los libros de texto con minúsculas fotografías en blanco y negro. El día que saltó de aquellas páginas amarillentas a la realidad, su corazón dio un vuelco. Y desde entonces no ha parado de abrir y cerrar su maleta. Aviador de profesión, y filólogo por afición, este uruguayo vecino de Rivas y con sangre española y brasileña se ha ido mudando cada poco tiempo de ciudad, de país, de continente y de hemisferio.

Ahora, a sus 88 años, ha hecho un alto en su camino, en Covibar. Llegó para instalarse cerca de una de sus hijas ¿tiene seis; 20 nietos, 18 bisnietos y una tataranieta- , y desarrolla una apretada agenda de actividades en los centros de mayores. «Me levanto a las 7 de la mañana, y, a mediodía, me cocino yo mismo. Tengo una vida independiente total. Vivo solo pero no en soledad», defiende.

Los lunes acude al taller de Relajación, los martes al de Literatura y poesía, los miércoles, Pintura, y los viernes, Mente en forma. Los lunes, además, imparte como profesor voluntario clases de inglés, donde enseña el idioma a nueve vecinos y vecinas de más de 65 años.

Los idiomas son, precisamente, uno de sus puntos fuertes. Ya de niño, el cine le empujó a desear este aprendizaje. «Tenía 8 años cuando se creó el cine sonoro, y yo iba a ver las películas de cowboys, con subtítulos, pero no me alcanzaba para leer, así que le dije a mi madre que quería aprender inglés», relata.

«Después, como aviador tenía que hablar inglés. Ese trabajo me abrió al mundo», cuenta sobre la dedicación que le llevó, los primeros años, a volar entre Montevideo y Buenos Aires. Al mismo tiempo, combinó la carrera aérea con su afición por las artes. «He sido locutor de radio, guionista de radio teatro, productor fonográfico y editor de discos en long play [vinilo]», explica. «Cuando estos discos empezaron a decaer, registré en Uruguay el primer productor de casete estereofónico», cuenta.

A la aviación se dedicó de 1947 a 1967 [fechas que recita de carrerilla, sin titubear]. En 1973, tras el golpe de estado militar, se exilió voluntariamente en Venezuela, donde intentó conseguir un trabajo de visitador médico. «Antes de la carrera técnica cursé primero de Medicina», acota. No le dieron el trabajo pero lo consiguió para su hijo, que por entonces estudiaba para médico.

Sí se empeñó, en cambio, en lograr un puesto en la aviación. Se fue a hablar con el director de Iberia en Caracas, en 1974, pero no le pudo ofrecer nada acorde. Mientras regresaba a su casa, se topó con el edificio de las aerolíneas Avensa. Entró de casualidad para probar suerte, y acabó siendo, seis meses después, la persona de confianza del director.

Desde ahí, su vida ha sido un vaivén: llegó a España en 1982; al tiempo, volvió a Venezuela, de director de turismo; después a Nueva York y luego de nuevo a Madrid para, poco después, regresar a Caracas a impartir clases de refuerzo de bachillerato en una academia. El 11 de septiembre de 2001 le pilló en New Jersey, transportando vehículos Ford del puerto de Newark hasta Long Island. Cuando así lo sintió, regresó a Uruguay y comenzó la carrera de Filología.

«Considero que he sido afortunado en la vida. La aviación me ha permitido conocer el mundo», resume Edgardo. «Ahora ando mirando si el Imerso tiene viajes por Europa», apunta entre risas.

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