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Teresa Ramírez, 90 años no es nada

La longeva vecina ha llegado a las nueve décadas con una salud fuerte que mantiene a base de "movimiento" en actividades del centro de mayores.

Teresa Ramírez, 90 años no es nada

Texto: Patricia Campelo

Destila elegancia como seña propia de identidad, y parece que el paso del tiempo le ha conferido el gesto pausado con el que contesta a quien le alaga. Teresa Ramírez ha cumplido 90 años que esconde bajo una apariencia saludable. «Qué vestido más bonito llevas», le exclama una usuaria del centro municipal de mayores El Parque. «Tiene 36 años; lo compré para la boda de mi hijo», resuelve Teresa sobre el traje abotonado azul de dos piezas que adorna con abalorios confeccionados por ella misma, en el taller de marquetería del centro.

Preparada para la sesión de fotografía con sus cortos cabellos blancos peinados en ondas ascendentes, no pierde ripio del revuelo fugaz que se prepara en la cafetería de El Parque con motivo de su entrevista. «Yo siempre voy así, no solo hoy», responde firme a quien especula sobre un supuesto garbo coyuntural.

Esta vecina nacida en 1925 se aproxima al siglo de vida con buena salud. «Estoy operada de cataratas porque me quedé ciega, no veía nada», relata para, acto seguido, asegurar que ahora ve bien aunque perdió parte de la visión en su ojo izquierdo. El resto, todo en orden. «Mi médica dice que me va a mandar a la guerra, que por allí hay muchos peor que yo», bromea. «No tengo ni colesterol, ni azúcar, ni [enfermedades] biliares ni ácido úrico», enumera.

Nacida en Miguelturra (Ciudad Real), Teresa sitúa sus recuerdos de infancia en la Guerra Civil. «Con 9 años yo ya estaba llorando», deplora. Dentro de las calamidades sufridas, no recuerda episodios de hambre gracias a la labor de sus padres, labradores. Pero un día el infortunio les tocó de lleno: «Al poco de acabar la guerra, vino una epidemia y se nos murieron todos los animales. Nos quedamos en la ruina, y nos tuvimos que ir del pueblo para buscarnos la vida», solloza.

Teresa cambió pronto la vida rural por la ciudad, motivada además por el menoscabo de la economía familiar. Llegó a Madrid, a casa de su hermana, para empezar a trabajar en una fábrica por Embajadores donde se tejían lonas, uniformes militares, macutos y fundas de cantimplora. El trajín que halló en la capital se le quedó grabado nada más descender en la estación de tren de Delicias. «Eran los años del extraperlo, y se revisaban las maletas. Me preguntaron ‘¿dónde va usted?’, y yo dije que a casa de mi hermana, que la acababan de operar y le traía chorizos y cosas de matanza. Me dejaron pasar ‘por ser clara’, según me dijeron, y no me abrieron la maleta», relata.

En la fábrica de tejidos ejerció de maquinista de primera cinco años, hasta que se casó. A su marido lo conoció un día mientras paseaba por la calle con una amiga. «Me preguntó ‘¿de dónde es usted?’ y yo le respondí ‘qué le importa’. Después me dijo que quería hablar conmigo. Hablamos durante tres años», cuenta entre risas.

Tras 50 años casados y cuatro hijos «como cuatro soles», reconoce orgullosa, su marido falleció hace 11 años. Fue entonces cuando Teresa vino a vivir a Rivas, cerca de sus hijos, pero en un piso ella sola. Acude cada mañana al centro de mayores de El Parque, y este año cursa el taller de Cerámica. «Si estoy en casa por el día me duermo, por eso quiero movimiento», reconoce.

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